Un sábado de guardia llego al centro y lo primero que veo encima del mostrador es un exitus (nombre que damos a las defunciones) Me dirijo al domicilio para realizar una de las labores más desagradables de mi oficio.
Entro en la vivienda, donde los familiares vestidos de oscuro, lloran a su ser querido. Pregunto dónde estaba el finado para confirmar la defunción, y la afligida viuda me acompaña hacía uno de los dormitorios.
Hay momentos de tu vida en que tienes que echar mano del autocontrol, y aquel día fue un momento duro para la citada tarea. Encima de la cama de matrimonio, descansaba un pobre hombre que había expirado. Cumplí con mi obligación, pero nadie sabe lo mal que lo pasé intentando controlar una risa tonta que no encajaba en el escenario. Y es que los médicos también somos humanos aunque se nos obligue a hacer guardia a destajo y a visitar pacientes en cinco minutos.
El motivo del desequilibrio emocional que sufrí fue debido a que me encontré con un cadáver que tenía que explorar, (siempre manteniendo un porte serio y afligido como se espera en estos momentos) y al pobre, le habían colgado un crucifijo en el pecho, de dimensiones desorbitadas y la faena ya fue ardua en buscar una zona de piel que pudiera inspeccionar. Para seguir cn la decoración y evitar que las mandíbulas se le abrieran, le colocaron un pañuelo que abarcaba desde cuello hasta cabeza, donde un bonito lazo colgaba de su fascies inexpresiva. El pañuelo en cuestión era de un rojo intenso que destacaba bastante con el traje de los domingos que la familia había elegido para su último adiós.
Todo salió bien y actué como se esperaba de mí, pero el día era especial y cuando estaba en la calle, dirección al centro, me encontré con el podólogo del pueblo. Intuí lo grotesco de la situación y él, me lo confirmó: Le iba a “hacer los pies” a fulanito de tal. Le aconseje que llamara por teléfono o acudiera a dar el pésame, ya que los callos de los pies, no eran el mayor problema del citado paciente.
El resto de la guardia fue bastante normal.
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