miércoles, 24 de marzo de 2010

CIENCIA, PIPI Y APAGAFUEGOS.




En los congresos médicos, no solo se aprende ciencia oficial y ejerces de turista, también te relacionas con colegas y se establecen simbiosis muy enriquecedoras que van más allá de los protocolos y guías rígidas que se pueden convertir en la amenaza de transformarnos en robots de la profesión.

A parte de los reencuentros con compañeros de oficio, al menos en mi caso, los congresos me sirven de ayuda para reencontrar a alguien que siempre me acompaña y que a veces olvido. Separada de mi entorno habitual, y obligada a encajar en un ambiente desconocido y con extraños, surge de mi interior esa especie de alien que me cohabita y pasan cosas tan absurdas que jamás imaginaría que fuera capaz de realizar, ubicada en mi círculo habitual.

Barcelona-Frankfurt fue el itinerario escogido en aquella ocasión para que yo y mi ente se mezclaran con otros mil galenos ansiosos por conocer las maravillas y adversidades de los antiinflamatorios.

Compraré salchichas, pensé, cuando la azafata avisó por megafonía que estábamos a punto de aterrizar en la ciudad conocida por ese tipo de alimento que damos sabor con ayuda de la mostaza o el ketchup. Las de aquí, con denominación de origen, seguro que serán más apetitosas. Eso supuse.

Siempre que bajo de un avión, lanzo un largo suspiro y reprimo el enorme deseo de besar el suelo como hacía su santidad, el Papa previo a Benedicto, de cuyo nombre en este momento no me acuerdo.

Lo cierto es que puedo decir que he superado el pánico a volar, problema que me acompañaba en los viajes de largo recorrido, pero desde que no dejan fumar en los aviones, cuando subo a estas máquinas suspendidas en la atmósfera, que comparo con barcas aladas, me siento peor tratada que un reo que espera en el corredor de la muerte. En Estados Unidos, enemigos a ultranza de la nicotina y no de las salchichas, se trata mejor a los condenados que a los fumadores. Nunca he viajado al país de Obama, pero he visto películas americanas y a los pobres que pronto expirarán, se les ofrece el último pitillo. Pero no, si subes a un avión, no tienes esta prebenda.

Con el cinturón puesto, te encomiendas al altísimo para que no te pierdan la maleta, sufres vaivenes en el aire que te hacen regurgitar el bocadillo de pan reseco que con suerte te ha ofrecido una azafata de acento inteligible, haces pipi intentando mantener el equilibrio en un habitáculo que más parece una caseta de perro que un baño, intentas apartar de la mente la idea de que tal vez, es tu último viaje y, todo ello, sin poder dar una calada al cilindro maldito. Por todos estos pensamientos, en cuanto bajo por la escalerilla del avión, siento una especie de renacimiento. Me tiraría al suelo, le pegaría un morreo al cemento y, sobre todo, me fumaría en seguida un cigarro, pero hay que esperar el momento oportuno. Una se castigará el cuerpo, mea culpa, y peor, sabiendo las consecuencias, pero jamás lo haré en un lugar no apto.

Procuro no facturar, y así, maleta en mano, evito el peligro de la pérdida de equipaje y sobre todo, puedo salir enseguida al aire libre, donde todavía dejan a los viciosos, ahora considerado enfermos, (mañana ya veremos), calmar su ansiedad con el humo del tabaco. Pero, horror, el destino tenía preparado otros derroteros.
Sin salir a la calle, me encontré ante una cola interminable de galenos que se disponían ante un mostrador para rellenar impresos. ¿Qué hacemos aquí?, le pregunté a una colega hispana. Recoger las credenciales y la tarjeta de la habitación de hotel, me respondió la joven. Bueno, deduje, debe ser que el laboratorio se ha organizado con el aeropuerto para que salgamos de aquí, todos ordenados y etiquetados. Pero deduje mal, porque el hotel estaba en el mismo aeropuerto y a la calle no salíamos. Ni la podría pisar, ni la podría besar y tampoco podría encender un puñetero cigarrillo. Me subiré enseguida a la habitación y en la intimidad de la alcoba, podré desatar mis pasiones.
Pero tampoco acerté esta vez en los pronósticos.

Subí a la última planta de la enorme mole de metal que parecía ser el hotel escogido para los congresistas, construida donde deberían estar las cintas transportadoras de las maletas. Después de hacer un poco el idiota por no saber ni siquiera como acceder a la planta, ya que debías colocar la tarjeta de la habitación en la ranura del ascensor, para poder bajar en tu destino, y eso, ni se me ocurrió, hasta que un viajero más experto me lo mostró, por fin me encontré ante la puerta 791. Hogar dulce hogar, dije en voz alta… pero, tampoco sería del todo así. Al menos al principio.

Coloqué la maleta en un banco de madera que había al lado del armario. Saqué el sodoku, la libretita que siempre llevo conmigo cuando salgo de casa y la última novela de Haruki Murakami. Eché una ojeada al baño y comprobé que había gel de ducha, champú, secador de pelo e incluso un espejo de aumento que va perfecto cuando la presbicia ya ha hecho mella en tu vista. En la nevera había agua, coca cola y chocolatinas. El colchón y la almohada parecían cómodos. Perfecto. Acabados los rituales de inicio, me senté feliz sobre el colchón de látex y busqué el paquete de tabaco y el encendedor en las inmensidades del bolso. Había llegado el momento.
Me equivoqué. Aún tenía que sufrir.

La llama del encendedor estaba a punto de dar sentido a su existencia y prender la punta del cigarrillo, pero antes de exhalar el humo prohibido, descubrí un tarjetón encima del despacho con el círculo que muestra un pitillo tachado. Los jodidos me habían dispuesto una habitación de no fumadores.
Miré hacia el techo y una serie de artilugios empotrados me hicieron poner de pie, abandonar el relax y dedicarme como un sabueso a investigar sobre el sentido y disposición de aquellos mecanismos desconocidos.

Detectores de humo y aparatos apaga fuegos estaban instalados por toda la habitación. Hasta en el baño, refugio de los pobres fumadores que no quieren, no pueden o no pueden querer abandonar el hábito, se habían dedicado a instalar esos chivatos mecánicos.
Pues abro la ventana y exhalo el humo a la intemperie. Que caramba.
Y me encuentro con las ventanas cerradas a cal y canto. Y sin herramientas a mano para forzarlas.

Con un cigarrillo en la mano, el mechero en la otra y los ojos fuera de las orbitas, me siento atrapada en una habitación del aeropuerto. Estas no son maneras, de dejar el tabaco, pienso. El día que decida separarme lo haré de forma civilizada, pero hoy fumo como sea. Sabe Dios, Buda o el Papa previo a Benedicto, que no salgo de esta mierda de habitación y me trago horas de charla sobre indicaciones de los antiinflamatorios, hemorragias digestivas y factores de riesgo cardiovascular, sin darle una calada a mi cigarrillo rubio.

Dispuesta a todo y poseída por el espíritu de Escarlata O’hara me encerré en el baño. Descubrí una papelera de metal y me la puse en la cabeza. Arrodillada en el suelo junto a la bañera y mirando a la pared como si fuera la Meca, le di al agua caliente. Corrí la cortina. Y cuando el vapor consideré que era el suficiente para confundirse con las volutas de humo, encendí por fin el cigarrillo y procurando acertar las exhalaciones justo en el desagüe.
No puedo decir que disfrutara del momento.

Bajé a cenar ocultando al alien en el fondo de mi ser, bajo la amenaza de que se quedara tranquilito o que fuera pensando en dar fin a estas salidas científicas de fin de semana que tanto le gustaban. Con porte digno y toda chula con ropa de marca, incluso le enseñé a una galena más torpe que yo como utilizar el ascensor. Bajé en la planta equivocada y disimulando una seguridad que se tambaleaba, me dediqué a dar vueltas por aquel hotel camuflado en el aeropuerto, a ver si me encontraba con alguna cara conocida que supiera donde narices íbamos a cenar aquella noche.

Me encontré con Eliane, una cubana con quien había compartido ambulatorio y muchas guardias. De camino al restaurante vimos al entrañable compañero de fatigas de toda la vida laboral: el doctor Càndid. Los tres juntos nos fuimos a cenar. Antes de dar cuenta a la gastronomía alemana, me acompañaron al parking, refugio que habían detectado y era el oasis de los fumadores que se sentían acorralados en aquel enjambre de metal. Por fin pude disfrutar entre los coches estacionados, de un cigarrillo en condiciones.
Frankfurt al final, no parecía tan odioso como al principio.

Entre salchicha y salchicha, los tertulianos, todos médicos, comentaron sus casos clínicos, que prácticamente es de lo único que saben hablar un grupo de galenos cuando se encuentran frente a frente.

¿Qué opináis de la medicina alternativa?, preguntó Càndid, con una sonrisa pícara en los ojos. Por el gesto, supuse que alguna maldad escondía la pregunta y en vez de responder, esperé a que explicara el motivo de sus dudas filosóficas.
Nos relató su experiencia con un paciente de padre chino y madre catalana. Xao Ling Casadevall, genotipo mestizo y fenotipo totalmente similar al padre, o sea que lo pones en un todo a cien y es de los que te persiguen por todo el establecimiento para controlar que no te lleves un pongo de euro en el bolsillo. Xao se hizo una analítica y las cifras de PSA (marcador del cáncer prostático) salieron altas. El doctor Càndid intentó calmarlo. No eran tan elevadas para sospechar lo peor, aún así, y sin urgencia lo derivaría al urólogo para que hiciera las pruebas pertinentes. El chino no quedo contento. La ansiedad no le dejaba vivir y no pudo esperar los cuatro meses para ver al especialista. Optó por recurrir a la medicina de sus ancestros.

Cornellà de Llobregat, ciudad de donde es oriundo Xao Ling Casadevall, no dispone de expertos en medicina tradicional china, pero como el paciente era un profesional de la informática, se puso a bucear en Internet. En el mundo virtual infinito, si sabes buscar y analizar, encuentras de todo, hasta la cura de una enfermedad no diagnosticada. Y con esta premisa, Xao Ling simulando a Nick Nolte en la película Lorenzo’s Oil, se calzó unas zapatillas de andar por casa, se puso una bata de cuadritos marrones, se agenció de comida preparada de la Sirena, de grandes cantidades de arroz y alguna botella de sake y se dispuso a buscar la solución a una enfermedad que tenía pavor.

Al mes, volvió a la consulta del compañero Càndid y le solicitó una nueva analítica. El médico le dijo que no tenía sentido hacer una nueva extracción, que el resultado sería el mismo, pero ante la insistencia de Xao, el colega cedió.

Llegaron los resultados y el amigo Cándid no creía lo que veían sus ojos que bizqueaban ante la evidencia. Se colocó bien las gafas y volvió a releer en la pantalla del ordenador, los datos que mostraban la analítica. El PSA era indetectable.

Xao ling Casadevall, sonriente como un niño que se ha salido con la suya, se dignó a explicarle a su ignorante médico de cabecera alópata, el secreto ancestral de sus antepasados por parte de padre, para sanar los problemas de próstata.
Todo consiste en recoger bien el pipi, dijo Xao, el prometedor nuevo chamán de Cornellà. El primer pipi de la mañana es el esencial. Se desprecia el chorrito del inicio y el siguiente se guarda. Se coloca el fluido en un vaso y… para adentro.

¿Para adentro?, Pudo tan solo farfullar el sorprendido Càndid, que no entendía o no podía entender aquel tratamiento innovador, esperanzador y sobre todo económico. Mira por donde, si lo ponía en practica, se le acabarían las penurias. Si los pacientes de cupo adquirían esta costumbre, su gasto farmacéutico disminuiría y así, podría de una vez por todas, solicitar el nivel cuatro de carrera que se lo merecía sobradamente.

Sí, para adentro, respondió el chino de padre. Primero da un poco de asco, porque está caliente y espumoso, pero te tapas la nariz, cierras los ojos y total, es un segundo. Luego me enteré, también por Internet, que se podía tomar fresco y lo guardaba en la nevera. Pero ya paso de todo. No solo va bien para la próstata, doctor, me ha crecido el pelo, me siento más fuerte y hasta soy más hombre… Usted ya me entiende. Ahora me bebo hasta el de la noche. Eso sí, siempre el segundo chorrito. Ese es el truco.

Mientras Càndid explicaba su experiencia mientras dábamos cuenta a un helado de sabor incógnito con frutos del bosque y adornos de chocolate negro, el resto de colegas reían a carcajadas. Yo me dediqué a fantasear sobre una nueva bebida de promoción en los restaurantes chinos. Después de los rollitos de primavera y la ternera con salsa de ostras, te tomas un flan con nueces fritas o un plátano flameado y para acabar el ágape, pides al camarero: Gin-orin con rodajas de limón y cubitos de hielo en un vaso de tubo. Eso sí, con pipi del segundo chorrito y que sea del primero de la mañana.

Después de la cena y echando en falta la bufanda y los guantes que se habían quedado en la habitación antiincendios, nos dirigimos a nuestras respectivas habitaciones. Cabizbaja, caminaba visualizando la escena que me esperaba con mi persona como protagonista ya que el alien que me domina, sediento de tabaco, me iba una vez a obligarme a transmutarme en orate con papelera en la cabeza, y haciendo equilibrios en el suelo para acertar el humo en el desagüe de la bañera.

Se me ocurrió una idea asquerosa que intenté apartar de mi cabeza, pero como una obsesión giraba y giraba en mi mente como una peonza.
¿Un traguito del mágico líquido ambarino, serviría como antídoto de mi ansiedad?
No pienses tonterías, me dije. Además, tampoco disponía del segundo chorrito del primero de la mañana.

Eliane, la compañera cubana nos invitó a su habitación a tomar un café. Allí nos dirigimos Cándid y yo misma. Así, conversando un ratito y echando unas risas, pasará el tiempo, pensé, llegaré a casa con mi ente adormecido y quizás evitaré la irremediable mutación.

Tan solo al cruzar la puerta de la habitación 983, mis dos compañeros sin ningún miramiento encienden sendos pitillos. Me quedé petrificada y miré hacia el techo. El detector de humos y el artilugio apaga fuegos permanecían estáticos. ¿Pero qué hacéis?, les pregunté a mis colegas que me observaban extrañados sin saber el motivo de mi pavor. Fumamos, respondieron. ¿Y los detectores?, insistí. No pasa nada, dijo Eliane. He fumado antes y nada de nada. Supongo que es necesaria una cantidad de humo importante para que se activen las alarmas.
Me tomé el café y callé.
Al día siguiente nos esperaba un largo día de congreso y además tendría que escaparme del aeropuerto a ver si compraba salchichas.


POSDATA:

Las salchichas de frankfurt no se llaman así en dicha ciudad. No existe la denominación de origen. No encontré salchichas ni en la ciudad, ni el todo el aeropuerto.
Descubrí en una tienda, cigarrillos electrónicos que no echan humo y su uso es permitido en cualquier lugar.
No me hizo falta recoger el segundo chorrito del primero de la mañana. Fume tranquila en mi habitación.
Pude ver la casa de Goethe, el escritor de Fausto. Obra inspirada en un mago del siglo XV que vendió su alma al diablo para obtener sabiduría y murió de muy viejo. ¿Conocería el remedio de Xao Ling Casadevall?
El Papa previo a Benedicto XVI, de nombre Ratzinger y alemán de origen, se llamaba Karol Wojtila, conocido como Juan Pablo II y polaco de nacimiento.
Sobre antiinflamatorios ya lo sabía todo.

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